lunes, agosto 3

Una tarde en Macondo

La brisa parecía penetrar a través de los arreboles de la tarde cuando llegamos en una vieja chiva con carrocería de madera y una gigantesca parrilla en el techo llena de racimos de plátano verde, unas cuantas gallinas y un gallo de pelea que evocaba al  del coronel, quien si estuviera vivo  habría de estar a unos poco kilómetros de distancia esperando la lancha con el correo, pues era viernes. 
Francisco se bajó en la plaza de Macondo que estaba a esa hora en total silencio como si se tratase de un pueblo fantasma; fue su primera decepción, pues esperaba conseguir una algarabía con ritmo de vallenato; luego miró alrededor esperando encontrar un puesto en el cual comer una arepa de huevo y tampoco habían ventorrillos de comida en el pueblo que parecía haberse detenido en el tiempo; yo tardé un poco mas en encontrarme con el pueblo pues me encargué de bajar el  equipaje. El  bus de escalera siguió su camino por la vía de tierra dejando una polvareda en la plaza como evocando  los tiempos de la hojarasca, solo que ahora el tren había sido cambiado por luna chiva.    
Me senté en una banca del parque a la sombra de un gigantesco Samán mientras Francisco buscaba  donde comer algo. Me percaté entonces que si había cambiado algo en Macondo, ahora se veían sobre las viejas casas unas modernas antenas parabólicas y al final de la calle, en un solar que estaba casi llegando al cementerio, una antena de telefonía móvil; fue entonces cuando saqué unas cuantas fotos con mi celular  y me dispuse a enviarlas por el whatsapp a mi amiga Cinthya Ford en Detroit sabiendo que se emocionaría al ver que ya había llegado a mi destino.
Cuando estaba enviando las fotos apareció a contra la luz del ardiente sol la silueta de un hombre cojo que parecía estar desandando por las calles polvorientas del viejo pueblo, no pude contener mi voz y preguntar:
¿Es usted coronel Buendía? 
¿Quién más podría ser? - respondió el hombre sin pensarlo.
El coronel desapareció casi de la misma manera como apareció, fue entonces cuando  llegó Francisco, quien me  comentó que la casa de los Buendía ya no existía. Miré el celular y me percaté que había dejado pasar la oportunidad de tomarle una foto a  Aureliano Buendía  y que tampoco Cinthya había recibido ni respondido mi mensaje; fue en ese momento en que me di cuenta que había visto un fantasma o había estado soñando bajo el viejo samán de la plaza de Macondo.  

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