sábado, julio 5

La bodega de la esquina y su rockola mágica.

Tenia entonces 17 años, vivíamos en Guanare, pero  mi padre me había enviado a estudiar en Los Teques el último año de bachillerato, no se sí para que me olvidara de las ideas comunistas que se estaban diseminando por el pueblo o para alejarme de las malas juntas, que no eran pocas. Me tocó dejar a la novia, aunque iba a visitarla cada quince días y a ella de vez en cuando la llevaban a visitarme, pues su abuela vivía en una casa de campo muy cerca de donde yo estudiaba.

Un día pasó lo inevitable, un amigo cuando me vio llegar me contó que mi querida novia había estado saliendo con otro muchacho, que si no tuviera un nombre tan gracioso no valdría la pena ni nombrar: se llamaba Tolo, Barrolo supongo. Así que hice lo que tenía que hacer, fui hasta la casa de ella, que quedaba en una pequeña colina en la vía al Cerro de la Cruz, le dije que no valía la pena seguir de novios estando yo lejos, sólo me faltó decirle "no eres tu, soy yo", porque para ese entonces no conocía esa fórmula mágica. Lo que pasó luego fue de antología, cuando comencé a bajar la colina mi  ahora ex novia estaba lanzando piedras. Gracias a Dios no tuvo la suficiente puntería para pegar en el blanco, o sea yo. 

Ya era de noche, yo era poco aficionado a la bebida, pero sentí la necesidad de tomarme un par de cervezas, entonces invité a un par de amigos y nos fuimos para un sitio alucinante que había en el pueblo: Se llamaba La Bodega de la Esquina, estaba en el sitio donde terminaba  la Peñita, el peor barrio de Guanare en esa época. Era una casa con techo de zinc, en el interior habían seis   o siete mesas con cuatro asientos de baqueta cada una  y un número bastante abundante de  bancos de madera, colgando del techo dos o tres racimos de plátanos y cambures, un mostrador de madera y vidrio que dejaba ver la escasa mercancía que vendían, galletas, diablitos, sardinas, harina y otros viveres. También había una nevera llena de cerveza bien fría. Pero dentro del  lugar había algo que era lo que nos hacia llegar hasta allá cuando el dueño de la bodega dejaba a sus hijos vendiendo cerveza: una  rockola llena de  discos de 45 rpm. y muchas luces de colores.

La rockola hacia alucinante el sitio, pues la música que tenía adentro no eran ni rancheras ni joropos, era lo mejor de las bandas y cantantes de  rock de la época: Rolling Sones, Deep Purple, Gladys Knight, Bob Dylan, Janis Joplin, Santana, Led Zeppellin y muchos más, con un bolívar  sonaban cinco canciones. Bajo el influjo del rock comencé a tomar cerveza Zulia y a comer Chicharrones picantes mientras contaba mis penas  de amor a mis dos amigos, no sabía que la combinación de la cerveza con los chicharrones y los cigarrillos  era tan agradable, sólo que al ser picantes estos últimos me abrían el apetito por la cerveza. Como a la séptima u octava cerveza, la quinta bolsa de chicharrones y la primera caja de cigarrillos comencé a sentir como se comenzaba a mover el techo, mientras las mesas daban vueltas a mi alrededor. Luego comencé a vomitar y a sudar frío. Recuerdo que había un par de marihuaneritos  en el sitio que decían riéndose: " - a este panita  este le dio un pasón".  

No supe como llegué a mi casa. Prometí que no volvería a tomar nunca más, pero al poco tiempo decidí  que lo que me había caído mal no era la cerveza sino los chicharrones, así que seguí tomando cerveza y fumando,  pero controlando la cantidad de chicharrones que comía. Me queda el recuerdo inolvidable  de la querida novia que me cayó a pedradas y el de la música de la rockola de la Bodega de la Esquina, además de mi primer despecho y mi primera experiencia con etílica.   

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